La democracia es un término que puede tener muchos apellidos, incluso, los regímenes totalitarios y autoritarios se autodenominan democráticos – la Alemania comunista se llamaba Alemania democrática, para diferenciarse de la federal capitalista -.
En este trabajo intentaré diferenciar tres formas de democracia: la primera, que llamo bancaria, inspirándome en el término que, en los años 60, el educador Paulo Freire utilizó para referirse a la educación despersonalizante, en el sentido de que el profesor, como en un banco, depositaba conocimientos en sus discípulos. La segunda, la del fideicomiso, que correspondería a la actual forma de representación política; para el desarrollo de este concepto me baso en las teorías de Thomas Hobbes y de John Locke. La tercera, la democracia directa, que implica participación activa de los ciudadanos por medio de referendos y revocación de mandatos.
Para los neoliberales, como Hayek y otros, la sociedad como tal no existe, sino más bien se refieren a un conjunto de individuos que compiten en el mercado, por consiguiente, la democracia no se relaciona con las organizaciones ciudadanas y, mucho menos, con los movimientos sociales.
En el mundo actual las democracias están al servicio del retail y del sistema financiero que, durante decenios funcionó bajo una perfecta desregulación. Las políticas públicas de los gobiernos occidentales – sean de derecha, democratacristianos o socialdemócratas – se dirigen, fundamentalmente, a rescatar el sistema financiero sin importarles el precio que deban pagar las sociedades civiles de esos países o bloques continentales, como el europeo.
El oficio de la autoridad política, en este contexto, puede ser asimilado al de un bombero: su éxito o fracaso depende de la forma en que lleve a cabo el salvataje de los bancos y países en quiebra, aun cuando sea despilfarrando el aporte impositivo de los contribuyentes.
En la democracia bancaria no existe frontera entre la política y los negocios: en el fondo, es la forma más radical de supeditación de la sociedad política a la infraestructura económica – en términos en que el más vulgar de los intérpretes de Marx pudo pensar.
En la democracia bancaria da lo mismo quien detente el poder: derechistas, democratacristianos o socialdemócratas, llevan a cabo respecto del retail por ejemplo la misma política a sabiendas de que serán castigados por los sufragantes, en sus respectivos países, y reemplazados por sus opositores. Así va a ocurrir en España, en noviembre y, muy posiblemente, en Francia e Italia y Alemania. Estos cambios de partido constituyen una falsa alternancia en el poder, pues en la democracia dirigida por los bancos se aplica un determinismo radical, que consiste en castigar a los antiguos ciudadanos convirtiéndolos en consumidores, víctimas del poder financiero.
En el caso chileno el consumidor, que cuando se convierte en deudor deja de ser persona, es la víctima propiciatoria del sistema financiero del retail, de las farmacias coludidas, que practican el delito económico sin ningún tipo de sanciones –jamás los responsables de la estafa de La Polar irán a la cárcel, ojalá me desmientan los hechos-.
La democracia fiduciaria: los pensadores políticos de la teoría del Contrato – Hobbes, Locke, Rousseau – visualizaron la representación como una especie de fideicomiso ciego, por el cual, el ciudadano, al elegir a sus representantes, les entrega un poder por un período determinado - sea de cuatro, seis u ocho años – durante los cuales el representante podrá actuar con plena libertad sin dar cuenta a sus representados. En el caso chileno, este fideicomiso ciego se radicaliza al ser el presidente de la república un magistrado, que tiene mucho más poder que, por ejemplo, Carlos III, de España. Al menos, en el régimen parlamentario, el jefe de gobierno o primer ministro tiene que rendir cuenta, semanalmente, a sus colegas, que son la fuente de su poder.
El parlamento chileno es una institución decorativa en nuestra monarquía presidencial. El único factor de equilibrio entre el Ejecutivo y el Legislativo radica en la acusación constitucional que, de utilizarse indiscriminadamente por una mayoría parlamentaria, terminaría por destruir el sistema político – esta historia la vivimos en los años 70 -.
En la democracia fiduciaria - que algunos llaman representativa – los parlamentarios, efecto del sistema electoral vigente, son propietarios vitalicios de sus curules, de ahí que es difícil que den paso a las reformas políticas, como terminar con el binominal. De hecho ya está constituyendo una verdadera burla a los ciudadanos el retardo en la aprobación de leyes que hagan posible la realización de la inscripción automática, el voto voluntario y el sufragio de los chilenos en el extranjero, elección directa de consejeros regionales consagrados constitucionalmente; las justificaciones para no implementar estas reformas son tan pueriles, como aquellas de los domicilios de potenciales ciudadanos, en el reinado de las redes sociales.
Cuando los representantes, como fideicomisarios deban devolver la propiedad al soberano propietario – el sufragante – un complejo sistema de leyes electorales, un padrón restringido y obsoleto que excluye a cuatro millones de futuros votantes, hace imposible cualquier cambio - el 80% de los parlamentarios que se presentan a la reelección mantiene su sillón; algunos completaron en este función más de veinticinco años consecutivos -.
En la democracia fiduciaria los grandes partidos de masa – socialdemócratas y democratacristianos – se han convertido en propiedad de un pequeño núcleo de dirigentes que, para regentar el poder político, no necesitan de militantes ni, mucho menos, de confrontarse ante la ciudadanía, por consiguiente, es más fácil repartirse el poder entre una pequeña casta oligárquica de dirigentes, en permanente juego a las “sillas musicales”, en consecuencia, jamás querrán realizar primarias que se asemejen a las de los partidos norteamericanos y, actualmente, al socialismo francés.
En la actualidad, tanto la democracia bancaria, como la fiduciaria, al negar a los ciudadanos y a las organizaciones sociales el derecho a la participación política, en base a espurias leyes electorales y partidocracias, cada vez más lejanas de la sociedad, están gestando su propia debacle.
Los métodos de la democracia directa son perfectamente compatibles con un régimen parlamentario, semiparlamentario e, incluso, con un presidencialista. Mundialmente han surgido, a través del presente año, diversos movimientos sociales denominados, genéricamente, de los Indignados. Entre sus características se encuentra la horizontalidad, el pluriclasismo y la amplitud de opciones ideológicas, que superan el clivaje del siglo pasado entre izquierdas y derechas, entre individualismo y socialismo, para dar paso a formas de respuestas creativas, modernas y espontáneas que, en algunos casos, ha permitido poner fin a autocracias, como la de Túnez, Egipto, Libia y Yemen. En España, a pesar de su fuerza, no ha logrado aún una canalización política que evite, por ejemplo, el triunfo de Partido Popular y la dinámica infernal del duopolio, que también domina a nuestra madre patria. Ahora surge con fuerza en Estados Unidos el movimiento contra la colusión del poder político y con Wall Street.
La metodología de la democracia directa permite corregir los elementos funestos de las democracias bancaria y fiduciaria canalizando, políticamente las demandas de los movimientos sociales, a través de la recuperación de la soberanía por parte de la ciudadanía, en base a plebiscitos vinculantes y no vinculantes, revocación de mandatos, elección de intendentes y cores, iniciativa popular de ley, primarias con imperio vinculante y una descentralización efectiva, basada en el federalismo atenuado.
El actual gobierno ostenta el récord histórico de rechazo popular: un presidente con un 28% de apoyo sólo puede gobernar en base al súper poder del monarca-presidente que, en estas precarias condiciones, puede hacer caso omiso de una mayoría ciudadana y parlamentaria que rechaza su gestión. En el fondo, de mantenerse el sistema político fiduciario, junto con la ruptura y lejanía del tejido social, no es difícil augurar el paso de la actual crisis de gobernabilidad, representación y credibilidad, a una debacle institucional.
Para Hegel, la historia se mueve en base a las contradicciones, pero a diferencia de la dialéctica Proudoniana – en la cual la tesis y la antítesis jamás se encuentran – en el caso del filósofo alemán, esta contradicción tiene que resolverse en una síntesis. En el Chile de hoy, las posiciones son tan radicales entre una concepción de “educación como bien de consumo” y aquella como un deber del Estado – planteada por los estudiantes – se hace imprescindible la necesidad de que el gobierno abandone su sectarismo, impuesto por ultraconservadores, y permita una salida plebiscitaria a la crisis actual.
Marco Enríquez-Ominami
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