En las últimas semanas se ha difundido la idea de que jóvenes se han tomado la escena política; se han mostrado gestos de distinta magnitud, alcance y profundidad que apuntan -dicen- a capturar la innovación y la juventud como atributo de uno u otro candidato o campaña. Lo anterior no es sino otra muestra más de la distancia que separa a la generación de líderes de la transición de la realidad del Chile del Bicentenario. Invocar a los jóvenes o incorporar a quienes de ese grupo se hayan marginado de la política no es una tarea publicitaria, es un desafío de liderazgo.
Liderar en el siglo que comienza significa entender que quienes estamos en política no somos iluminados, hombres universales ni mesías que poseen la buena nueva que se ha de regar entre los fieles. No se trata de tener la respuesta o la solución y ofrecer implementarla al más breve plazo posible. No se trata, por cierto, de actuar bajo la forma inscrita en el ADN de los dirigentes políticos que han mantenido el poder en los últimos 40 años, haciendo de la política un ejercicio de unos pocos, para unos pocos.
Estamos ciertos de que en la ciudadanía hay una enorme capacidad instalada para avanzar con propuestas innovadoras. Basta mirar explosiones de creatividad, aplomo y coraje como la revolución pingüina o Educación 2020, ambas muy distintas entre sí pero iguales en tanto ajenas completamente a lo que el sistema político actual puede procesar e integrar. El desafío es recuperar a la política como espacio para que éstas y otras manifestaciones sociales de gran valor puedan finalmente convertirse en leyes, instituciones y políticas.
En este sueño, la juventud es parte, no es público, no es un invitado. Los jóvenes y los no tan jóvenes son la fuerza creativa que queda fuera de un espacio capturado por un grupo que, como el vecino que era dueño de la pelota, pretende definir quiénes juegan y quiénes no. No se trata, entonces, de invocar, de convencer ni de conducir a tal o cual lugar; para construir el país que soñamos se requiere innovar y entender que si un candidato es capaz de reconocer y verbalizar problemas, no necesariamente es capaz o tiene la intención de solucionarlos.
Liderazgos que se han construido sobre la base de la marginación de voces, la caricaturización de las diferencias y la inoculación del miedo a éstas como base de su poder, no serán capaces de interpretar al país que, ante sus ojos, ha cambiado, innovado y despenalizado la diferencia, siendo la política el único compartimento estanco que se niega a entrar de lleno al Bicentenario. No basta con abrir la puerta a representantes, figuras o emblemas de aquello que no se tiene, el Chile del Bicentenario les es ajeno porque no lo entienden.
Muchas veces la incomprensión frente al tipo de propuestas que estamos encabezando ahora es combatida usando una falsa disyuntiva entre destruir y construir. Se dice que se requieren propuestas "constructivas" y que éstas deben nacer de una adhesión anclada claramente en los clivajes políticos tradicionales; pues bien, en eso también discrepamos. Para el futuro que debemos construir se requiere atravesar barreras que por conservadurismo, comodidad o conveniencia, la clase política ha ayudado a construir y -por ende- no está dispuesta a superar.
En los 90 llamamos a adherir a un sueño, cuya épica tiene aún plena vigencia. Lo que hoy soñamos no está lejos de esa idea: una política inclusiva, alegre y constructiva, que ayude a articular y materializar las aspiraciones de la ciudadanía y que se constituya en centro de las posibilidades. Un gobierno que sea reflejo de ese ethos y que albergue en su estructura a las y los mejores, que conduzca un Estado que sea el brazo y regule un mercado que sea la herramienta para alcanzar la felicidad y el desarrollo de la sociedad en su conjunto. Con todos y para todos. No creo que estemos pidiendo demasiado.
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