Ser pobre en el Chile del bicentenario


Publico la columna de Rafael Luis Gumucio Rivas:

Ernst Bloch, ese gran defensor de la utopía se refería, en sus escritos, a los horizontes de esperanza, radicados en los pobres; el hambre era como una parafina que impulsaba a luchar contra la miseria para buscar mejores mundos de utopía, donde todos fuéramos iguales y dignos. Personalmente, soy un burgués que no ha vivido nunca la pobreza, que es como caminar por la cuerda floja sin red de protección. Es cierto que, a veces, producto de las circunstancias, no he estado lejos de caer en ese marasmo, pero siempre surge un amigo que te salva o un compañero compasivo.

La pobreza tiene mil caras: se da en el trabajador emigrante y refugiado en el primer mundo; en los antiguos esclavos, en Mozambique y demás países de África y Haití; en los cesantes en América Latina; en los trabajadores con sueldos miserables. Me tocó acercarme a la pobreza cuando fui exiliado, en Francia, y tuve que hacer trabajos manuales, para los cuales no estaba dotado, junto con trabajadores emigrados, árabes, portugueses y españoles, pero esta situación era un castigo momentáneo, pues estaba seguro que volvería luego a este Chile democrática tan añorado. También vi la extrema pobreza en Mozambique, país donde, en 1980, el 90% era analfabeta y se las arreglaba con menos de un dólar diario. Posteriormente, estuve en Haití, ya como observador internacional para las elecciones de 1990, el país más pobre de América Latina.

Los ricos han culpado, a través de la historia, a los pobres por sus propios padecimientos; los ex esclavos mozambicanos y haitianos y han tenido que pagar el precio por amado la libertad, rebelándose contra sus patrones blancos, portugueses y franceses, respectivamente; hasta hoy, haitianos que huyen en faluchas de la miseria y de la tiranía, son acusados de narcotraficantes, cuando apenas llevan consigo miserables ropas y muchos sueños de dignidad, mientras los ricos gozan del lucrativo negocio. Es que la miseria siempre se ubica en bolsones, que la televisión gusta mostrar como tugurios de cocaína, para deleite y morbosidad de atontados televidentes. ¿Acaso no vemos en cada lluvia al desnudo la miseria, hoy transformada en objeto audiovisual?

En mi familia sólo hay una persona que, realmente, se transformó en el pobre entre los pobres, siguiendo la enseñanza de Jesús: mi tío, el padre Esteban Gumucio, un cura poeta y loco que, por su gusto se fue a vivir a la población Joao Gular; se identificó a tal grado con sus hermanos pobladores hasta se colgaba de la electricidad para mantener un poco de calor en e frío invierno; como era un hombre digno, jamás se lamentó de su situación, sino que aprovechó para denunciarla, en La cantata de derechos humanos y en múltiples poemas y obras de teatro, que se convierten en un insulto y un clamor para aquellos que han convertido a Cristo en un corredor de la Bolsa o en un ginecólogo.
Cuando los pobres se reducen en una mera estadística

: . . La derecha política, que se ha convertido hoy en populista y nazarena, por cierto que atribuye este éxito al crecimiento económico: es un milagro más del neoliberalismo, que dispensa riquezas por doquier a los más pobres; por cierto, no creen que haya tenido algún papel los programas gubernativos para erradicar la pobreza y la miseria, llamados Chile Solidario y Puente. .

El diario financiero Estrategia se dedica a jugar con las cifras, dadas a conocer por MIDEPLAN: todo ingreso inferior a $60.000 es considerado pobreza; Este Diario lo divide, diariamente, en $1.500 diarios; supongamos que sólo viaja una persona, ya gastaría $760 diarios, es decir, el 50% del ingreso y el otro 50% quedaría para las cuentas de luz y agua y para “puro pan y puro té”, salvo los tallarines del domingo; podría ser asimilado a la canción colombiana: “Oye, Bartola, aquí te traigo estos dos pesos, paga la renta, el teléfono y la luz y lo que sobre saque de ahí para el guámbito, guárdame el resto para tomarme mi alcanfor…” No tengo ninguna intención de ironizar sobre tan grave e injusta situación: la pobreza me entristece y provoca mi espíritu rebelde. Es simplemente ridículo creer, como lo sostiene Marcel Claude, creer que una persona es pudiente por tener un ingreso de $60.000, o los $175.000, del vital. La mayoría de los chilenos viven con menos de $300.000 y todos los que estén en estos rangos debieran ser calificados como pobres.

En forma triunfal, MIDEPLAN nos asegura que en Chile se ha reducido la pésima e inmoral distribución del ingreso: según el índice Gini, que califica la pobreza de uno a cien, siendo la primera cifra pobreza absoluta y, la última, igualdad absoluta, Chile ocupa el número once, de atrás para adelante, entre los países de mayor desigualdad en el mundo; estamos acompañados por Bolivia y algunos países africanos, bajamos del 58 al 54, casi el margen de error estadístico. Para seguir con las estadísticas, MIDEPLAN ha entregado la división regional y comunal de la pobreza en Chile: la región del Bío Bío y la Araucanía siguen teniendo más de un 21 y 27% de pobreza; en la Metropolitana, la pobreza está concentrada en las comunas de San Bernardo, La Pintana, Lo Espejo, Padre Hurtado, El Bosque y San Ramón, y la riqueza, como siempre, en Vitacura, Las Condes, Providencia y Ñuñoa.

Podría extender, al infinito, este juego de cifras, como lo hacía el rey de uno de los mundos que recorría El principito, de Saint Exupéry, cuyo único sentido de la vida era contar, sumar, restar y dividir: un perfecto sociólogo, economista, encuestólogo o “pobrólogo”, como califica a estos especialistas Marcel Claude.

Ser pobre entre dos Centenarios

En el Centenario (1910) moría el 33% de los niños, durante su primer año de vida; había un 50% de analfabetos; los obreros del salitre ganaban entre $4 y $6 pasos diarios y la inflación galopante consumía el sueldos de estos trabajadores; muchos de ellos morían en los cachuchos o por efecto del gas grisú; el alcoholismo, la peste y otras enfermedades, como el tifus y la peste, diezmaban la población. Según Bloch, la muerte prematura, injusta y sin sentido es la más fuerte antiutopía, producto del capitalismo.

La “desesperanza aprendida” logra asentarse entre los pobres al comprobar el fracaso en la permanente búsqueda de empleo; al fin, ante tanto rechazo, el cesante deja de solicitar trabajo, refugiándose en el conformismo y la aceptación de un destino de miseria, que considera “predeterminado” por poderes superiores.

Para los oligarcas, los pobres eran los rotos: un subhumano, borracho, ignorante, maleducado, flojo y maloliente. Por cierto que el Chile del Centenario no es igual al del Bicentenario, pero ser pobre o casi esclavo es lo mismo en ambas efemérides. Siempre subsisten los dos Chiles y la enorme brecha entre ricos y pobres: hay un Chile triunfalista y contento, que exhibían, en 1910, los artículos de los Diarios, como El Mercurio y El Ferrocarril y, hoy, las encuestas que nos aseguran que no hay pobres en Chile.

El 3 de septiembre de 1910, el gran periodista y luchador popular, don Luis Emilio Recabarren, dictó una conferencia, en Rengo, con e título de Ricos y pobres a través de un siglo de vida republicana, en la cual denunciaba que el Chile independiente sólo había servido a los ricos y que los pobres no tienen motivos para celebrar el Centenario; que las cárceles eran las escuelas del delito, a las cuales estaban destinados los pobres; que el sueldo no les alcanzaba para adquirir la más básica alimentación; que los habitantes de los conventillos vivían en piezas redondas, sin ventanas y sin ventilación. Les aseguro que las cosas no han cambiado mucho, sólo que ahora casi todos los pobres tienen un televisor, frente al cual pasan horas interminables en la contemplación de las copuchas de tetas y traseros, que les ofrecen los ricachones

A los ricos no les ha gustado nunca que los escritores denuncien la pobreza, por eso condenaron a Edwards Bello – por describir en El roto la vida en los prostíbulos de la calle Matucana – a Baldomero Lillo – por describir la vida y muerte de los mineros en Sub terra – y a Nocomedes Guzmán por su obra, La sangre y la esperanza. Por desgracia, en este Bicentenario conformista, ni siquiera hay valientes escritores que denuncien la inequidad. Sólo hay apitutados y frescolines derechistas, hoy votados a defensores de los pobres.

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