Los hospitales chilenos, el lugar donde los adultos mayores mueren en las sala de espera y los niños nacen en los baños


Por Rafael Luis Gumucio Rivas

El Hospital El Salvador, un verdadero monumento histórico, fundado en el período de Federico Errázuriz Zañartu, es uno de los pocos monolitos que, el afán destructivo del chileno y su falta de respeto por la memoria histórica, aún no ha demolido, sin embargo, no me parece necesario que tan antigua edificación continúe prestando servicios a los pacientes: en la Prensa se critica, con razón, que en algunos lugares pululan los roedores y otras alimañas. La penitenciaría es de la época de José Manuel Balmaceda: los reportajes de televisión han demostrado el estado repugnante e inhumano en que se encuentran las calles de este viejo edificio.

No es aceptable que los ciudadanos, sobretodo los más pobres, sientan temor al tener que hospitalizar algún paciente. El hospital no debiere ser el reinado de Tanatos, sino el de Esculapio, en el sentido de proteger la vida y no enviar a los pobres pacientes del quirófano al sepulcro. El Hospital de Talca, con desaciertos médicos frecuentes – y que aún las intervenciones de otras autoridades no logran superar- propaga el pánico en los que han tenido la mala suerte de habitar en la Región del Maule.

Ahora le ha correspondido al hospital Felix Bulnes convertirse en una muestra del abandono en que están los más desprotegidos respecto de la salud pública que, a mi modo de ver, debiera ser de la misma calidad que la privada. Nada más criminal que el neoliberalismo. ¿Por qué la salud va a ser un comercio? ¿Por qué los más adinerados tienen mayor esperanza de vida y los pobres están condenados a una muerte prematura? Cada día está más claro que, a pesar del esfuerzo de médicos y paramédicos, la salud pública pasa por una crisis gravísima; el presupuesto debiera ser duplicado y no sólo conformarse con la construcción de nuevos hospitales – como lo propone Marco Enríquez-Ominami- sino también proveerlos de especialistas de alta competencia y con infraestructura de última generación. El pretexto de que no hay dinero es francamente una estupidez, pues bastaría destinar la mitad del 10% del cobre – que se gasta en armas mortales- a preservar la vida, como derecho inalienable, de los ciudadanos.

Creo que la Constitución debiera garantizar prestaciones médicas de calidad, que pudieran ser exigidas al Estado ante los Tribunales de Justicia. Lo que ocurre actualmente en algunos de los hospitales públicos francamente clama al cielo; es insostenible, desde el unto de vista de los derechos humanos, que mujeres jóvenes pierdan la vida, sea por una negligencia o, incluso, por un hecho culposo. Cuando las crisis llegan a su cúspide es preciso resolverlas de cuajo. Sería bueno que los candidatos a La Moneda se pronunciaron no sólo haciendo anuncios generales sobre el valor de la educación y la salud, sino adquiriendo compromisos precisos, claramente financiados y de rápida aplicación.

Carlos Pezoa Véliz es, quizás, uno de los escritores chilenos, de principios del siglo XX, quien más denunció, por medio de su poesía, la podredumbre del Chile del Centenario. A propósito del tema de los hospitales, vino a mi mente su poema Tarde en el hospital:

“Sobre el campo el agua mustia/ cae fina, grácil, leve;/ con el agua cae angustia/ llueve…/ y pues, solo en amplia pieza/ yazgo en cama, yazgo enfermo, / para espantar la tristeza, / duermo”.

Las cárceles, otra de las grandes manchas del Chile del Bicentenario, sólo sirven para encerrar a los pobres que atentan contra la santa propiedad privada que, en este país, es más divina que el mismo Jesucristo. Con razón una distinguida jurista de la Corte Suprema las calificó como un lugar donde se atropella flagrantemente los derechos humanos. En 1910, Luís Emilio Recabarren, en Ricos y pobres, describía como si fuera hoy el pésimo estado del sistema carcelario chileno que, en cien años no ha mejorado un ápice:

“El régimen carcelario es de lo peor que puede haber en este país. Yo creo no exagerar si afirmo que cada prisión es la escuela práctica profesional más perfecta para el aprendizaje y progreso del estudio del crimen y del vicio. ¡Oh monstruosidad! ¡Todos los crímenes y todos los vicios se perfeccionan en las prisiones, sin que haya quien pretenda evitar este desarrollo!”.

“Yo he vivido cuatro meses en la cárcel de Santiago, cuatro en la de Los Andes, cerca de tres en la de Valparaíso y ocho en la de Tocopilla. Yo he ocupado mi tiempo de reclusión estudiando la vida carcelaria y me he convencido de que la vida de la cárcel es la más horripilante que cabe conocer. Allí se rinde fervoroso y público culto a los vicios solitarios…La inversión sexual no novedad para los reos. Los delincuentes que principian la vida del delito, encuentran en las cárceles a los profesores y maestros para perfeccionar el arte de la delincuencia”. (Cit. por Gazmuri, 2001:266).

La descripción de Luís Emilio Recabarren es casi la copia de la realidad actual de las prisiones; pareciera que el maestro hubiera revivido, cien años después, y describiera el mismo cuadro dantesco de la vida en prisión, que hoy nos muestran los reportajes televisivos. Para rematar la brutalidad, los políticos de derecha quieren encerrar a los pocos pobres que quedan libres en las calles, so pretexto de la famosa “puerta giratoria”; por cierto que no están en la cárcel los delincuentes de cuello y corbata, por ejemplo, los genios de la colusión o los magos de las fusiones monopólicas.

Los gendarmes viven la misma vida de encierro de los reos, ganando sueldos miserables, arriesgando su integridad personal y, no pocas veces, su existencia. Ya llevan semanas de huelga sin que el gobierno dar solución al conflicto, incluso exonerando a algunos de ellos y amenazándolos con medidas coercitivas.

Como en el Centenario, los hospitales y las cárceles constituyen el hoyo negro a donde van a caer los pobres. Está comprobado que un alto porcentaje de hijos de padre y/o madre en prisión terminan por seguir este camino.

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